Decía Cicerón en una de sus célebres citas que el patrimonio es el origen de todos los males de la humanidad, y en otra de ellas sentenciaba que el mayor privilegio de la riqueza es la oportunidad que ofrece de hacer el bien sin perder el propio patrimonio.
¿Se contradecía el distinguido Cicerón? Desde luego no hablaba sin preparación ni conocimiento de causa. Tuvo y perdió gloria y bienes. ¿Qué tendrá el patrimonio que puede ser al mismo tiempo fuente de desgracia y de paz?
No seremos tan ilusos como para pensar que son los bienes en sí los causantes, puesto que son inanimados. ¿Dónde reside pues el origen de tan retorcida paradoja?
Ya. Somos nosotros, ¿verdad? Son las personas, sus intenciones, pensamientos y actos los que harán florecer o marchitar el fruto de los recursos.
Y las circunstancias. No las olvidemos, porque son muy poderosas. No es lo mismo decidir en un entorno creciente o decreciente. Aun así, sigue residiendo en las personas la capacidad de anticipar, interpretar y adaptarse a las circunstancias cualesquiera que éstas sean.
Las personas que ostentan la propiedad, sus intenciones, sus actos y su capacidad para interpretar y adaptarse a las circunstancias.
Es más creíble que sean estas cuestiones las que estén en la semilla de que unos determinados bienes generen discordia o armonía, ¿estamos de acuerdo?
Pero sigamos escarbando que el tema lo merece… ¿Y qué habrá detrás de esas intenciones y esos actos? ¿De dónde nacen?
La propiedad, que es la capacidad para disponer de un bien, no va unida a la capacidad para gestionarlo. No parece complicado comprender esto, y sin embargo la práctica habitual es totalmente contraria a esta lógica.
¿Cómo puede ser tan tremendo desatino? ¿Es que ser dueños de algo nos nubla la razón? ¿Será que el poder alimenta la soberbia de tal modo que nos ciega el entendimiento?
No somos dueños de nada. Por nuestras manos pasan las cosas y durante un periodo de tiempo algunos privilegiados tienen la oportunidad de gestionar y disfrutar un patrimonio dentro de unas circunstancias y tratar de hacerlo lo mejor posible, fabricando prosperidad y concordia.
La empresa familiar y todo lo que la rodee no tiene dueños. Tiene personas que a su vez tienen la obligación de educar futuros gestores, e inculcarles la suficiente capacidad y humildad como para no verse cegados por el brillo de un poder efímero.
La empresa familiar es de todos. De los que están y de los que vendrán. De los que la dirigen y de los que la trabajan. De los que le compran y de los que le venden. De los que gobiernan. De los que pasean. De todos.
Con estas intenciones y pensamientos. Con la educación y la preparación adecuadas. Con los valores correctos bien arraigados en los corazones desde la cuna… Así, el conjunto de bienes que forman una empresa familiar no harán sino crecer y repartir paz y armonía, sean cuales sean las circunstancias.
CONCLUSIÓN: Es responsabilidad del empresario familiar actuar con la convicción de que su patrimonio es un bien común que le sobrepasa, y educar y formar a sus sucesores en la misma línea. No ya porque sea crítico para la propia estabilidad y continuidad de la familia empresaria, sino porque es un deber moral adquirido junto al privilegio de ser el titular de la propiedad. Incumplir esta obligación se paga, bien directamente o a través de las generaciones venideras.
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